Uruguay se adelantó a declarar en su Constitución que el acceso al agua es un derecho humano fundamental, pero subsisten confusiones en torno al concepto de sustentabilidad y no se acepta de hecho la participación social en los proyectos de desarrollo.
Víctor L. Bacchetta, en la revista ‘no te olvides‘, abril de 2011.
En nuestro país, en el plebiscito de 2004, la población decidió que el acceso al agua potable y al saneamiento son «derechos humanos fundamentales». Se lo incluyó en el Artículo 47 de la Constitución que establece desde 1997 que «La protección del medio ambiente es de interés general. Las personas deberán abstenerse de cualquier acto que cause depredación, destrucción o contaminación graves al medio ambiente».
Uruguay fue el primer país del mundo en declarar en su Constitución que el acceso al agua es un derecho humano fundamental, pero estamos lejos de asimilar y, más aún, de practicar el significado de esas disposiciones. Por un lado, subsisten confusiones conceptuales en torno al principio de sustentabilidad y, por el otro lado, no se acepta de hecho el valor de la participación social en los proyectos de desarrollo.
No vivimos aislados, los procesos a escala regional y mundial inciden fuertemente sobre las condiciones y los actores en nuestro país. La globalización económica ha generado una movilización sin precedentes de las comunidades frente a los graves impactos sociales y ambientales de una nueva ola de grandes inversiones.
Saqueo y depredación
La gran mayoría de los gobiernos de la región hizo suya la globalización económica dictada por el FMI, el Banco Mundial y el BID, y que la única vía para el desarrollo nacional es la apertura, sin restricciones, al capital extranjero. Esta receta facilitó históricamente el saqueo de la región y hoy el efecto es mayor porque las nuevas tecnologías y la escala de los proyectos los hacen aún más depredadores.
La nueva ola de inversiones incluye: extracción de minerales, petróleo y gas, ahora en zonas ricas en biodiversidad y ecológicamente frágiles; tala de bosques para extraer maderas, plantaciones de soja para alimento del ganado o de maíz, caña de azúcar y palma aceitera para biocombustibles o de pino y eucalipto para celulosa; sustracción de seres vivos para patentes de la agroindustria y los laboratorios, etc.
Los impactos son de tal magnitud que afectan las condiciones de vida de comunidades enteras y éstas, sin otra alternativa, desarrollan una creciente resistencia. Los pueblos indígenas, con su identidad étnica y cultural asociada a la tierra, actuaron siempre en forma colectiva y territorial. Estos nuevos movimientos adoptan formas similares, que cuestionan a las instituciones vigentes y a los actores tradicionales.
El ‘boom’ minero alentado por el gobierno de Fujimori en Perú multiplicó los conflictos entre las empresas y las comunidades. De aquí surgió la Confederación Nacional de Comunidades Afectadas por la Minería (Conacami) para defenderse y luchar por un cambio del modelo económico. La “planificación participativa y descentralizada” es definida por la Conacami como la “única vía para el desarrollo sostenible”.
En Brasil, a los pueblos indígenas enfrentados a las empresas agroindustriales y de celulosa –como los Tupinikim y Guaraní con Aracruz Celulose, en el estado de Spiritu Santo–, se suman hoy el Movimiento de los Sin Tierra y Vía Campesina que luchan por la reforma agraria y se enfrentan a las grandes plantaciones porque absorben cada vez mayores tierras utilizables para la producción de alimentos.
Las reformas legislativas de los años 90 en Argentina, que siguen vigentes, impulsaron las inversiones mineras. Pascua Lama es el proyecto más notorio hoy por extraer oro debajo de glaciares de la cordillera andina entre Argentina y Chile. En la Patagonia, los vecinos de Esquel rechazaron, con 81% de los votos en un plebiscito, una mina de oro a cielo abierto. La Unión de Asambleas Ciudadanas (UAC) reúne en este país a más de 50 agrupaciones similares “Contra el Saqueo y la Contaminación”.
Un nuevo actor social
Lo singular de estos movimientos es su asiento territorial y su carácter comunitario. Si se moviliza una población con familias enteras, incluyendo a niños y ancianos, no se lo puede caracterizar de la misma manera que a un movimiento estudiantil o sindical y, mucho menos, descalificarlo atribuyéndole intenciones de agitadores profesionales. Una población se moviliza cuando siente en peligro sus medios de vida.
El fenómeno se manifiesta en toda la región y en distintas áreas. Se autodenominan comisión, junta o asociación de vecinos, vecinos autoconvocados, comité, asamblea ciudadana o, simplemente, comunidad o población de tal localidad. A veces, el alcalde, el párroco o concejales del municipio se suman a los pobladores. Forman federaciones o confederaciones, pero parten siempre de una realidad física local.
La organización, la toma de decisiones y las formas de acción son diferentes a las de otros actores conocidos como gremios y asociaciones corporativas o creadas por un problema puntual. Las reuniones son abiertas, suele estar toda la familia, los debates son más complejos y los tiempos de decisión más prolongados. La aparición de este nuevo actor obliga a los restantes a modificar sus juicios y acciones.
Las comunidades han comenzado a defender su sustentabilidad social y ambiental, pero las instituciones, empresas e incluso ONGs, no contemplaban a este nuevo actor y no asimilan aún el valor de esa participación. Hoy en día, en las organizaciones internacionales, la participación local de las comunidades en las decisiones sobre los proyectos que las afectan, parece ser un principio consolidado.
No obstante, cada entidad aplica el concepto según su criterio y son pocos todavía los que se preocupan por averiguar qué creen al respecto y cómo lo harían los propios involucrados. Es más, cuando los aludidos, es decir las poblaciones, deciden actuar por su cuenta y riesgo, en vez de ser bienvenida su intervención, a menudo son ignorados, se busca manipularlos o son simplemente rechazados.
Los estados de la región han cambiado hacia estructuras más democráticas y menos centralizadas de gobierno. Sin embargo, esta tendencia choca con la globalización económica dominante, que impone una centralización aún mayor de las decisiones. Que un grupo local, una comunidad o población de una zona, reclame un lugar en la decisión sobre un gran proyecto de inversión, no encaja en esa realidad.
En la legislación ambiental incorporada en años recientes se contemplan consultas y audiencias públicas en la evaluación de impactos de los proyectos, pero funcionan como instancias para legitimar las decisiones centrales. No hay un marco normativo donde las comunidades participen en las decisiones del desarrollo.
Uruguayos: si, pero no
Volviendo a Uruguay, en octubre de 2009 fue promulgada la Ley Nº 18.610, Política Nacional de Aguas, que reglamenta la aplicación de la reforma constitucional. El Art. 11 de esta ley, incluyó una definición de sustentabilidad en estos términos:
«Artículo 11.- La gestión de los recursos hídricos tendrá por objetivo el uso de los mismos de manera ambientalmente sustentable…. Se entiende por sustentable la condición del sistema ambiental en el momento de producción, renovación y movilización de sustancias o elementos de la naturaleza que minimiza la generación de procesos de degradación presentes y futuros.»
Sin embargo, sustentable es la condición del sistema que permite su reproducción, no aquella que solo minimiza los procesos de degradación. Pueden ser efectos mínimos para la tecnología disponible en un momento dado pero, pese a ser lo mejor, si no permiten la reproducción del sistema ambiental, no son sustentables.
Ese criterio de sustentabilidad estampado en la ley es el seguido por los gobiernos nacionales cada vez que se ha presentado un proyecto de desarrollo de alto impacto ambiental. Siempre hay un mínimo y se puede tratar de aplicarlo, pero no se admite que puede estar en riesgo la reproducción del ecosistema, porque esto podría significar que el proyecto no es viable y que hay que abandonarlo.
En definitiva, es la misma postura que condujo a la actual crisis ambiental planetaria — con el cambio climático como hecho ineluctable. No advertimos que se superaba la capacidad de reproducción del sistema. Todavía hoy no se admite.
Otro aspecto clave es el de la participación social. La Constitución dice: «Los usuarios y la sociedad civil, participarán en todas las instancias de planificación, gestión y control de recursos hídricos; estableciéndose las cuencas hidrográficas como unidades básicas.» El último artículo de la Ley Nº 18.610 expresa:
«Artículo 29.- Los Consejos Regionales de Recursos Hídricos promoverán y coordinarán la formación de comisiones de cuencas y de acuíferos que permitan dar sustentabilidad a la gestión local de los recursos naturales y administrar los potenciales conflictos por su uso. Dichas comisiones funcionarán como asesoras de los Consejos Regionales y su integración asegurará una representatividad amplia de los actores locales con presencia activa en el territorio.»
Cuando se habla hoy de participación social no es observar y escuchar, darse por enterado, ser consultado y opinar, sobre algo que van a decidir otros, sino ser parte integrante del órgano de decisión. Este es un tema reiterado hoy en los discursos de políticos y gobernantes, pero suena cada vez más a hueco, porque en definitiva no existe una inclinación ni una voluntad política de participación real.
Las nociones de sustentabilidad y de participación están así en el trasfondo de los crecientes problemas socio-ambientales que vivimos en el país. En este proceso, las poblaciones directamente afectadas y la sociedad tendrán que encontrar el camino para hacer valer el derecho a un medio ambiente sano, que no es otra cosa que el derecho a la vida, sin exclusiones, sin saqueo y sin contaminación.